¿Es conveniente castigar?
El maltrato a los niños sigue conmoviendo al país pues las estadísticas son cada día más alarmantes. Ante la gravedad y la frecuencia de los casos el gobierno se ha pronunciado y anuncia severos castigos a quienes maltratan a los niños. Y no es de extrañar porque, entre muchos asuntos, es función del estado determinar qué cosas son punibles, y de la sociedad en general vigilar y denunciar cuando estas ocurren. Lo que resulta paradójico en todo esto es que se intenta controlar el uso del castigo castigando. Seguimos convencidos de que la mejor manera de conseguir cambios en la conducta de la gente es mediante la aplicación de métodos aversivos. Hoy día, conocemos mejor los inconvenientes de tales métodos y sabemos también que sería mucho mejor si pudiéramos implementar políticas que logren educar a individuos, padres de familia o instituciones en el uso de alternativas más eficaces y constructivas.
¿Castigo o maltrato?
El maltrato infantil no tiene justificación alguna, y el abuso del castigo, puede terminar pareciéndosele. Esto parece suponer que la diferencia entre maltrato y castigo se establece por el grado de violencia con la que se actúa frente al niño, lo cual es a veces un asunto muy difícil de determinar. El castigo, aun si se aplica con el noble propósito de educar puede traer consecuencias poco convenientes si no se utiliza adecuadamente y en otras formas distintas a la agresión física.
En nuestra cultura el uso del castigo físico ha sido una práctica extendida por generaciones y también el método más utilizado como una forma de educación y crianza. El castigo físico se ha utilizado con la idea de corregir las malas maneras, el bajo rendimiento académico, el comportamiento irrespetuoso con los mayores, el incumplimiento de las normas del hogar etc., etc. Sin embargo, en los últimos tiempos y como consecuencia del valor que han adquirido los niños en nuestra sociedad, esta práctica ha venido siendo cuestionada insistentemente. Hoy día, a diferencia de las generaciones anteriores, los niños tienen un valor social muy diferente; nuestras expectativas por su futuro y la importancia de su bienestar y cuidado han cambiado las pautas de crianza y las erradas creencias como la necesidad de una disciplina férrea para hacer “hombres de bien” o como la de que los hijos son propiedad de los padres.
Aun así, los métodos aversivos siguen siendo utilizados por padres de familia y a veces por empleadores y educadores quienes ignoran las graves consecuencias que estos desencadenan. Si bien el grueso de la población no comparte estos métodos en ciertos contextos y está dispuesto a denunciarlos, por paradójico que parezca, es proclive a utilizarlos en su propio hogar. Esto obedece a que en ambientes públicos por ejemplo hay cierto control que impide el empleo de estos métodos, pero lamentablemente en el hogar las cosas funcionan de otro modo.
¿Por qué castigamos?
Por nuestra experiencia, con relativa facilidad podemos determinar qué cosas resultan desagradables o inconvenientes a nuestros hijos como los regaños, quitarles o restringirles algo que les gusta, aislarlos, ignorarlos u obligarlos a hacer nuevamente una tarea mal realizada. Otras cosas las identificamos como desagradables por sentido común. Sabemos, por ejemplo, que un golpe duele o un berrido o sonido fuerte suelen ser muy molestos.
Cuando castigamos lo hacemos con la idea de que el comportamiento objeto de corrección disminuya o desaparezca del todo. Esta práctica puede ser necesaria en muchos casos, especialmente si se han probado sin éxito otras alternativas. En otros casos también resulta conveniente la aplicación del castigo si estos significan un peligro para el niño mismo, su entorno inmediato o para la sociedad en la que vive. Pero aún así, castigar exige ciertos cuidados. Además, existen otros métodos mucho más constructivos que el uso de castigos físicos o psicológicos severos.
¿Por qué recurrimos al castigo?
No hay que ir muy lejos para entender el fenómeno. La razón es sencillamente porque parece que funciona: con un niño en particular, con otro niño -tal vez su hermano-, porque cuando éramos pequeños nosotros mismos fuimos castigados o simplemente porque observamos que otros lo hacen con sus hijos.
Pero a pesar de que la aplicación de castigos parece resultar exitosa en la corrección de nuestros hijos, hay muchas y muy buenas razones extraídas de la investigación en psicología que indican que el castigo físico no es el mejor método para enseñar y mucho menos cuando se abusa de él.
Los efectos secundarios del castigo.
1. El primer aspecto a destacar es que por la inmediatez de sus resultados, castigar puede convertirse en una práctica cada vez más frecuente y también más intensa porque la conducta que se desea eliminar puede aparecer nuevamente. Animado por sus aparentes resultados el padre de familia recurre cada vez más a este método que arriesga peligrosamente la salud física y psicológica del niño. Este es quizás el efecto secundario más dañino.
2. Otro inconveniente por el uso del castigo es que quien castiga y las circunstancias y otros aspectos presentes durante el castigo pueden terminar siendo evitados por quien recibe el castigo. Castigar a un niño para que haga correctamente su tarea, aprenda a tocar un instrumento, a cruzar la calle como debe ser, a comportase de cierta manera en una reunión social etc. probablemente hará que el niño termine repudiando o evitando a las personas que lo castigan, a los objetos de aprendizaje o las condiciones en donde esperamos se desempeñe adecuadamente. En otras palabras, podemos estar creando un niño con miedo a personas, a objetos o a circunstancias particulares derivado de su asociación con el castigo: un miedo que puede resultar a largo plazo muy difícil de superar.
Bajo condiciones de castigo, por ejemplo, el niño quizás quiera en el futuro evitar al padre que lo castiga, o rechazar los libros o las reuniones sociales. Cabe destacar que una de las consecuencias que puede derivarse de la asociación padre-castigo es que el niño se puede estar perdiendo la oportunidad de aprender de su padre nuevas cosas, de conversar con él, o de confiarle sus asuntos. Por esta asociación es muy probable que el hijo termine por evitar a su padre. Metidos en la espiral, el pronóstico de las relaciones entre padre e hijo no será el mejor.
3. El castigo suele provocar comportamientos agresivos en los niños. Experimentos han demostrado que cuando se aplican estímulos dolorosos a las personas, estas suelen agredir a otros después de ser castigados. (Berkowitz, 1988, 1989). Es probable que el niño después de ser castigado agreda a su hermanito o a un compañero. Y esto aplica también para los adultos; muchas veces uno de los cónyuges tiene que pagar lo mal que al otro le ha ido en la oficina.
4. Castigar puede ser aprendido. Como bien sabemos, muchas veces los niños imitan a los adultos, por esto no debe extrañarnos que aquellos tiendan a agredir a otros o cuando sean adultos, a sus propios hijos. (Bandura, 1965,1969)
5. Otro efecto secundario por el uso del castigo y sobre el que debemos llamar especialmente la atención es que cuando se castiga un comportamiento que nos parece indeseable, no estamos dando la oportunidad o creando las condiciones para que la conducta que debe ocurrir en su lugar se presente y se desarrolle. En otras palabras, el castigo no enseña un comportamiento nuevo, solo lo que no se debe hacer.
En síntesis, el castigo no es la mejor opción para educar. Por desgracia y con frecuencia, muchos de estos actos se guían como ya lo dijimos, por sus efectos inmediatos sin calcular que con el tiempo pueden acumular efectos nocivos. Una acción que hoy parece buena, a largo plazo puede resultar inconveniente o grave. Existen métodos no aversivos y que son eficaces para establecer las conductas que deseamos en nuestros hijos. Pero ese es otro tema y en otro lugar.
Referencias.
Alan E. kazdin. Modificación de la Conducta y sus aplicaciones prácticas. Manual Moderno (1996)
Bandura, A. Influence of models reinforcement contingencies in the acquisitions of imitative responses. Journal of personality and Social Psychology, 1, 589-595. (1965).
Berkowitz, L. Frustrations, appraisals, and aversively stimulated agresión. Aggressive Behavior, 14, 3-11 (1988).
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